La ciudad y el territorio como laboratorio de creación de los artistas residentes
Adonay Bermudez
Todos somos turistas y los artistas no lo son menos. Ellos viajan y se dejan impresionar por el territorio que visitan, reclamando estímulos y buscando el merchandising que llevarse a casa una vez la (con)vivencia ha terminado. Frente al turista común que ansía el imán para colocarlo en la nevera o la postal del típico monumento, el artista procura concebir su propio merchandising —que no es sino la obra de arte en sí, forjada durante su estancia— visto desde el prisma del objeto (poniéndolo en cursiva).
El objeto es la representación de un espacio, lo que lo define; pero, al mismo tiempo, es la justificación de haber viajado (y experimentado) un nuevo territorio. Y al final, la obra de arte acaba concentrando la idiosincrasia del lugar.
Ya Estrella de Diego afirmaba: «está claro que los viajes programados están íntimamente ligados a la propia estructura de poder de la sociedad dominante: el sistema nos dice cómo tenemos que viajar, qué sentir y qué cara poner mientras lo estamos sintiendo» (Rincones de postales, Ed. Cátedra). Pero el artista escapa de esta ecuación; él es el que se autodicta cómo viajar, qué sentir y qué cara poner. El artista tiene el poder de componer una visión diferente o de reafirmar la establecida; es capaz de adueñarse del territorio, de aportar un cambio o de registrar o documentar una serie de hechos generados en el espacio. «La libertad puede ir hasta donde alcance la intuición del artista», dijo Kandinsky (De lo espiritual en el arte. Ed. Paidós). Aunque parta con los mismos estímulos preestablecidos antes de emprender el viaje y tenga como objetivo la creación del objeto (nuevamente, pongámoslo en cursiva), no se le puede calificar como un turista más; él tiene libertad, él tiene intuición. Y el nuevo territorio por explorar se convierte en el laboratorio donde encontrar la intuición.